lunes, 28 de marzo de 2011

ANTOINE DE SAINT-EXUPÈRY



Imagen extraída de:


EL PRINCIPITO
FRAGMENTO DEL CAPÍTULO VII

              El principito estaba ahora pálido de cólera.
-          Hace millones de años que las flores fabrican espinas. Hace millones de años que los corderos comen igualmente las flores. ¿Y no es serio intentar comprender por qué las flores se esfuerzan tanto en fabricar espinas que nunca sirven para nada?
¿No es importante la guerra de los corderos y las flores? ¿No es más serio y más importante que las sumas de un señor gordo y rojo? ¿Y no es importante que yo conozca una flor única en el mundo, que no existe en ninguna parte, salvo en mi planeta, y que un corderito puede aniquilar una mañana, así de un solo golpe, sin darse cuenta de lo que hace? Esto, ¿no es importante?
Enrojeció y agregó:
-          Si alguien ama  a una flor de la que no existe más que un ejemplar entre los millones y millones de estrellas, es bastante para que sea feliz cuando mira las estrellas. Se dice: “Mi flor está allí, en alguna parte...” Y si el cordero come la flor, para el es como si, bruscamente, todas las estrellas se apagaran. Y esto, ¿no es importante?
No pudo decir nada más. Estalló bruscamente en sollozos. La noche había caído. Yo había dejado mis herramientas. No me importaban ni el martillo, ni el bulón, ni la sed, ni la muerte. En una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, había un principito que necesitaba consuelo. Lo tomé en mis brazos. Lo acuné. Le dije:”La flor que amas no corre peligro...Dibujaré un bozal para tu cordero. Dibujaré una armadura para tu flor...Di...” No sabía bien qué decir. Me sentía muy torpe. No sabía cómo llegar a él, donde encontrarlo... ¡Es tan misterioso el país de las lágrimas...!
FRAGMENTO DEL CAPÍTULO XXIV
-          Las estrellas son bellas, por una flor que no se ve...
Respondí “seguramente” y, sin hablar, miré los pliegues de la arena bajo la luna.
-          El desierto es bello – agregó.
Es verdad. Siempre he amado el desierto. Puede uno sentarse sobre un médano de arena. No se ve nada. No se oye nada. Y, sin embargo, algo resplandece en el silencio...
-          Lo que embellece al desierto – dijo el principito – es que esconde un pozo en cualquier parte...
Me sorprendí al comprender de pronto el misterioso resplandor de la arena. Cuando era muchachito vivía yo en una antigua casa y la leyenda contaba que allí había un tesoro escondido. Sin duda, nadie supo descubrirlo y quizá nadie lo buscó. Pero encantaba toda la casa. Mi casa guardaba un secreto en el fondo de su corazón...
-          Sí – dije al principito - ; ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que los embellece es invisible.
-          Me gusta que estés de acuerdo con mi zorro – dijo.
Como el principito se durmiera, lo tomé en mis brazos y volví a ponerme en camino. Estaba emocionado. Me parecía cargar un frágil tesoro. Me parecía también que no había nada más frágil sobre la Tierra. A la luz de la luna, miré su frente pálida, sus ojos cerrados, sus mechones de cabello que temblaban al viento, y me dije: “Lo que veo aquí, es sólo una corteza. Lo más importante es invisible...”
Como sus labios entreabiertos esbozaran una media sonrisa, me dije aún: “Lo que me emociona tanto en este principito dormido es su fidelidad por una flor, es la imagen de una rosa que resplandece en él como la llama de una lámpara, aún cuando duerme...” Y lo sentí más frágil todavía. Es necesario proteger a las lámparas. Un golpe de viento puede apagarlas...

MIGUEL DE UNAMUNO


Imagen extraída de:
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/u/unamuno.htm

LA NIEBLA, DE MIGUEL DE UNAMUNO
FRAGMENTO DEL CAPÍTULO XXXI

Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.
(...)
 ––Sí ––le dije––, tú ––y recalqué este tú con un tono autoritario––, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
––¡No, no te muevas! ––le ordené.
––Es que... es que... ––balbuceó.
––Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
––¿Cómo? ––exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
––Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? ––le pregunté.
––Que tenga valor para hacerlo ––me contestó.
––No ––le dije––, ¡que esté vivo!
–– ¡Desde luego!
–– ¡Y tú no estás vivo!
(...)
––No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
 (...)

Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa y lentamente me dijo:
––Pues más difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un novelista o un autor dramático conozca bien a los personajes que finge o cree fingir...
Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de Augusto, y a perder mi paciencia.
––E insisto ––añadió–– en que aun concedido que usted me haya dado el ser y un ser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí, porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me suicide.
––¡Bueno, basta!, ¡basta! ––exclamé dando un puñetazo en la camilla–– ¡cállate!, ¡no quiero oír más impertinencias...! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!
–– ¿Cómo? ––exclamó Augusto sobresaltado––, con que me va usted a dejar morir, a hacerme morir, a matarme?
–– ¡Sí, voy a hacer que mueras!
–– ¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ––gritó.
–– ¡Ah! ––le dije mirándole con lástima y rabia––. ¿Con que estabas dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? ¿Con que ibas a quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?
––Sí, no es lo mismo...
(...)

Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:
–– ¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
–– ¡No puede ser, pobre Augusto ––le dije cogiéndole una mano y levantándole––, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la idea de matarme...
––Pero si yo, don Miguel...
––No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.
––Pero ¿no quedamos en que...?
––No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida...
––Pero... por Dios...
––No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!
––¿Conque no, eh? ––me dijo––, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima...
–– ¿Víctima? ––exclamé.
–– ¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!
Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.
Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.

FRAGMENTO DEL CAPÍTULO XXXII

Tristísima, dolorosísima había sido últimamente su vida, pero le era mucho más triste, le era más doloroso pensar que todo ello no hubiese sido sino sueño, y no sueño de él, sino sueño mío. La nada le parecía más pavorosa que el dolor. ¡Soñar uno que vive... pase, pero que le sueñe otro... !
«Y ¿por qué no he de existir yo? ––se decía––, ¿por qué? Supongamos que es verdad que ese hombre me ha fingido, me ha soñado, me ha producido en su imaginación; pero ¿no vivo ya en las de otros, en las de aquellos que lean el relato de mi vida? Y si vivo así en las fantasías de varios, ¿no es acaso real lo que es de varios y no de uno solo? Y ¿por qué surgiendo de las páginas del libro en que se deposite el relato de mi ficticia vida, o más bien de las mentes de aquellos que la lean ––de vosotros, los que ahora la leéis––, por qué no he de existir como un alma eterna y eternamente dolorosa?, ¿por qué?»
Llegó a su casa, Ilamó, y Liduvina, que salió a abrirle, palideció al verle.
––¿Qué es eso, Liduvina, de qué te asustas?
––¡Jesús! ¡Jesús! El señorito parece más muerto que vivo... Trae cara de ser del otro mundo...
––Del otro mundo vengo, Liduvina, y al otro mundo voy. Y no estoy ni muerto ni vivo.
––Pero ¿es que se ha vuelto loco? ¡Domingo! ¡Domingo!
––No llames a tu marido, Liduvina. Y no estoy loco, ¡no! Ni estoy, te repito, muerto, aunque me moriré muy pronto, ni tampoco vivo.
––Pero ¿qué dice usted?
––Que no existo, Liduvina, que no existo; que soy un ente de ficción, como un personaje de novela...
––¡Bah, cosas de libros! Tome algo fortificante, acuéstese, arrópese y no haga caso de esas fantasías...
––Pero ¿tú crees Liduvina, que yo existo?
––¡Vamos, vamos, déjese de esas andróminas, señorito; a cenar y a la cama! ¡Y mañana será otro día!
«Pienso, luego soy ––se decía Augusto, añadiéndose––: Todo lo que piensa es y todo lo que es piensa. Sí, todo lo que es piensa. Soy, luego pienso.»
Al pronto no sentía ganas ningunas de cenar, y no más que por hábito y por acceder a los ruegos de sus fieles sirvientes pidió le sirviesen un par de huevos pasados por agua, y nada más, una cosa ligerita. Mas a medida que iba comiéndoselos abríasele un extraño apetito, una rabia de comer más y más. Y pidió otros dos huevos, y después un bisteque.
––Así, así ––le decía Liduvina––; coma usted; eso debe de ser debilidad y no más. El que no come se muere.
––Y el que come también, Liduvina ––observó tristemente Augusto.
––Sí, pero no de hambre.
––¿Y qué más da morirse de hambre que de otra enfermedad cualquiera?
Y luego pensó: «Pero ¡no, no!, ¡yo no puedo morirme; sólo se muere el que está vivo, el que existe, y yo, como no existo, no puedo morirme... soy inmortal! No hay inmortalidad como la de aquello que, cual yo, no ha nacido y no existe. Un ente de ficción es una idea, y una idea es siempre inmortal...»
––¡Soy inmortal!, ¡soy inmortal! ––exclamó Augusto.
––¿Qué dice usted? ––acudió Liduvina.
––Que me traigas ahora... ¡qué sé yo!... jamón en dulce, fiambres, foiegras, lo que haya... ¡Siento un apetito voraz!
––Así me gusta verle, señorito, así. ¡Coma, coma, que el que tiene apetito es que está sano y el que está sano vive!
––Pero, Liduvina, ¡yo no vivo!
––Pero ¿qué dice?
––Claro, yo no vivo. Los inmortales no vivimos, y yo no vivo, sobrevivo; ¡yo soy idea!, ¡soy idea!
Empezó a devorar el jamón en dulce. «Pero si como ––se decía––, ¿cómo es que no vivo? ¡Como, luego existo! 

MARY W. SHELLEY




Imagen extraída de:
http://www.ashfield-dc.gov.uk/ccm/navigation/community-and-living/faiths--beliefs-and-religions/st--mary-magdalene/george-gordon-byron/

FRANKENSTEIN

FRAGMENTO DEL CAPÍTULO X  

-          ¡Ser demoníaco! ¿Cómo osas acercarte a mí? ¿Acaso no temes que caiga sobre tu cabeza la terrible venganza de mi brazo? ¡Aléjate, insecto vil! ¡O mejor quédate, para que pueda reducirte a polvo! ¡Oh! ¡Si pudiera poner fin a tu inmunda existencia y devolver así la vida a quienes tan miserablemente has asesinado!
-          Esperaba una acogida semejante por tu parte – dijo el monstruo - . Todos los hombres odian a un ser desgraciado. ¡Cuánto debes odiarme a mí, miserable entre los miserables seres vivos! Tú, mi creador, rechazas tu propia obra, me rechazas a pesar de estar ligado a mí por vínculos que sólo se romperán con la muerte de uno de nosotros. Acabas de decir que tienes intenciones de matarme... ¿Cómo puedes disponer de una vida así como así? Cumple antes el deber que tienes para conmigo y yo cumpliré con el mío, hacia ti y hacia el resto de la humanidad. Si llegamos a un acuerdo, te dejaré en paz a ti y a los tuyos; pero si te niegas, haré trabajar a la guadaña de la muerte hasta que esta se haya embriagado con la sangre de quienes te quieren.
-          ¡Monstruo aborrecible! ¡Serpiente criminal! Las torturas del infierno son demasiado suaves para vengar tus crímenes. ¡Demonio despreciable! Maldigo el día en que te creé. ¡Ven para que pueda extinguir la llama de vida que en un momento de delirio hice descender sobre ti!
(...) Me eludió con gran facilidad y me dijo:
-          ¡Cálmate! Te ruego que me escuches antes de dar rienda suelta a tu odio. ¿Acaso no he padecido yo lo indecible para que tú vengas  a aumentar estos sufrimientos? Amo la vida, pese a que no es más que un cúmulo de angustias, y la defenderé. Recuerda que tú has sido quien me ha hecho más poderoso que un hombre cualquiera; mi talla es superior y mis músculos más flexibles, pero no por eso voy a luchar contra ti. Soy tu criatura y te debo sumisión y afecto, dos cosas que daré a mi señor si él no es remiso a cumplir con sus deberes para conmigo. ¡Oh, Frankenstein! No seas ecuánime con todos menos conmigo; me debes justicia, clemencia y afecto. Eres quien me ha creado y yo debería ser como tu Adán; pero por desgracia soy el ángel caído, y me privas sin motivo alguno de la alegría que tienen los otros seres  creados. Veo, allá donde voy, una felicidad de la que me siento excluido. Cuando me creaste era dulce y bueno, pero los sufrimientos han hecho de mí lo que soy: un enemigo.  Dame , pues, la felicidad, y seré virtuoso de nuevo.

FRAGMENTO DEL CAPÍTULO XVII

  Quiero una criatura de sexo femenino tan horrible como yo. Creo que es lo menos que puedo pedir, y con ser tan poca cosa, bastará para satisfacerme. Es verdad que seremos dos monstruos, dos seres distintos de cualquier persona  humana;  pero eso es precisamente lo que nos unirá. Nuestras vidas podrán no ser felices, pero sí serán inofensivas y estarán, sobre todo, libres de la miseria y del padecimiento que hoy me aquejan. Y tú, mi creador, puedes hacer realidad este deseo. Permíteme que esta sea la única cosa por la que pueda ofrecerte mi agradecimiento. ¡Has que por lo menos un ser vivo sienta simpatía y amor por mí! Es el único favor que te pido.

lunes, 21 de marzo de 2011

AMADO NERVO


Recordando a mi gatita Samantha
LA GATITA MUERTA 


¿Por qué tan triste la muchachita?
¿Por qué los goces del juego evita?
¿Por qué se oculta, y en un rincón,
el más sombrío de estancia aislada,
llora solita y acurrucada,
como paloma sin su pichón?

¿Perdió su rorro grande, que dice
Papá? ¿La ausencia de Berenice,
su dulce amiga, le causa afán?
¿Sufrió el regaño de adusta abuela,
o sufre acaso, porque a la escuela
mañana mismo la llevarán?

¡Ah! Es que ha muerto su hermosa gata,
cuyo bigote, púas de plata,
cien y cien veces acarició;
la de albo pelo, maullar sonoro,
ojos muy verdes, veteados de oro,
la remonona que tanto amó.

Por eso pena la muchachita,
por eso el goce del juego evita,
odia el bullicio, y en un rincón,
el más sombrío de estancia aislada,
llora solita y acurrucada,
como paloma sin su pichón.
 

domingo, 20 de marzo de 2011

GUY DE MAUPASSANT





La madre de los monstruos. 

 Guy de Maupassant (1850-1893)

Recordé esta horrible historia y a aquella horrible mujer al ver pasar hace unos días, en una playa apreciada por la gente adinerada, a una joven parisiense muy conocida, elegante, encantadora, adorada y respetada por todos.

Mi historia se remonta muy atrás, pero ciertas cosas no se olvidan. Me había invitado un amigo a quedarme un tiempo en su casa en una pequeña ciudad de provincias. Para hacerme los honores del país, me paseó por todos los sitios, me hizo ver los paisajes alabados, los castillos, las industrias, las ruinas; me enseñó los monumentos, las iglesias, las viejas puertas esculpidas, unos árboles de enorme tamaño o con forma extraña, el roble de Saint André y el tejo de Roqueboise.

Mientras examinaba con exclamaciones de entusiasmo benévolo todas las curiosidades de la región, mi amigo me dijo con aire desolado que ya no quedaba nada por visitar. Respiré. Ahora iba a poder descansar un poco, a la sombra de los árboles. Pero de pronto dio un grito:

— ¡Ah, sí! Tenemos a la madre de los monstruos, debes conocerla.
— ¿A quién? —pregunté—. ¿A la madre de los monstruos?
—Es una mujer abominable —prosiguió—, un verdadero demonio, un ser que da a luz cada año, voluntariamente, a niños deformes, horribles, espantosos, en fin unos monstruos, y que los vende al exhibidor de fenómenos.

Esos siniestros empresarios vienen a informarse de vez en cuando de si ha producido algún nuevo engendro y, cuando les gusta el sujeto, se lo llevan y le pagan una renta a la madre. Tiene once engendros de esta naturaleza. Es rica. Crees que bromeo, que invento, que exagero. No, amigo mio. No te cuento más que la verdad, la pura verdad. Vayamos a ver a esa mujer. Luego te contaré cómo se convirtió en una fábrica de monstruos.

Me llevó a las afueras de la ciudad.

Ella vivía en una bonita casita al borde de la carretera. Resultaba agradable y estaba muy cuidada. El jardín, lleno de flores, olía bien. Parecía la residencia de un notario retirado de los negocios. Una criada nos hizo entrar a una especie de pequeño salón campesino y la miserable apareció. Tendría unos cuarenta años. Era una mujer alta, de rasgos duros, pero bien hecha, vigorosa y sana, el auténtico tipo de campesina robusta, medio bruta y medio mujer. Sabía de la reprobación general y parecía recibir a la gente con una humildad llena de odio.

—¿Qué desean los señores? —preguntó.
—Me han dicho que su último hijo estaba hecho como todo el mundo —respondió mi amigo—, pero que no se parecía en absoluto a sus hermanos. He querido cerciorarme de ello. ¿Es verdad?

Nos echó una mirada ladina y furiosa y contestó:

— ¡Oh, no! ¡Oh, no, señor! Es casi más feo que los otros. Mi mala suerte, mi mala suerte. Todos así, señor, todos así, qué desgracia tan grande, ¿cómo puede nuestro Señor tratar así a una pobre mujer como yo, sola en el mundo? ¿Cómo puede ser?

Hablaba deprisa, los ojos bajos, con aire hipócrita, igual que una fiera que tiene miedo. Endulzaba el tono áspero de su voz y uno se extrañaba de que aquellas palabras lacrimosas e hiladas en falsete salieran de ese gran cuerpo huesudo, demasiado fuerte, con ángulos bastos, que parecía estar hecho para los gestos vehementes y para aullar del mismo modo que los lobos.

—Quisiéramos ver a su pequeño —pidió mi amigo.

Me pareció que se sonrojaba. ¿Quizá me equivoqué? Tras unos instantes de silencio, dijo en voz más alta:

— ¿De qué les serviría?

Y había vuelto a enderezar la cabeza, mirándonos de hito en hito con ojeadas bruscas y con fuego en la mirada.

— ¿Por qué no nos lo quiere enseñar? —insistió mi compañero—. A otra gente sí que se lo enseña. ¡Sabe de quién hablo!

La mujer se sobresaltó y, liberando su voz, dando rienda suelta a su ira, gritó:

—Diga, ¿pa' eso han venido? ¿Pa' insultarme, eh? ¿Porque mis hijos son como animales, verdá? No lo van a ver, no, no, no lo van a ver; váyanse, váyanse. ¿Por qué les dará a todos por torturarme así?

Venía hacia nosotros, con las manos en las caderas. Al sonido brutal de su voz, una especie de gemido o más bien de maullido, un lamentable grito de idiota salió del cuarto vecino. Me hizo estremecerme hasta los tuétanos. Retrocedimos ante ella.

—Tenga cuidado, Diabla —en el pueblo la llamaban la Diabla—, tenga cuidado, tarde o temprano le traerá mala suerte.

Se echó a temblar de furor, agitando sus puños, desquiciada, gritando:

— ¡Váyanse! ¿Qué me traerá mala suerte? ¡Váyanse! ¡Canallas!

Se nos iba a lanzar encima. Nos escapamos, con el corazón en la boca. Cuando estuvimos fuera de la casa, mi amigo preguntó:

— ¡Pues bien! ¿La has visto? ¿Qué te parece?
—Cuéntame ya mismo la historia de esa bruta —pedí.

Y he aquí lo que me contó mientras volvíamos con pasos lentos por la blanca carretera general, orlada de cosechas ya maduras, que un viento ligero, a ráfagas, hacía ondular como a un mar tranquilo.

Hace tiempo, esa chica servía en una granja; era trabajadora, formal y ahorradora. No se le conocían enamorados, no se sospechaba que tuviera debilidades. Cometió una falta, como lo hacen todas, una tarde de cosecha, en medio de las gavillas segadas, bajo un cielo de tormenta, cuando el aire inmóvil y pesado parece estar lleno de un calor de horno y empapa de sudor los cuerpos morenos de los muchachos y de las muchachas. Pronto se dio cuenta de que estaba embarazada y la atormentaron la vergüenza y el miedo. Para esconder su desgracia a toda costa se apretaba con violencia el vientre con un sistema que había inventado, un corsé de fuerza, hecho con tablillas y cuerdas. Cuanto más se le hinchaba el vientre por la presión del niño que iba creciendo, más apretaba el instrumento de tortura: un verdadero martirio. Pero se mantenía valiente ante el dolor, siempre sonriente y ágil, sin dejar que se viera ni se sospechara nada.

Desgració en sus entrañas al pequeño ser oprimido por la horrible máquina; lo comprimió, lo deformó, hizo de él un monstruo. Su cabeza apretada se alargó, se desprendió en forma de punta con dos gruesos ojos saltones que salían de la frente. Los miembros oprimidos contra el cuerpo crecieron, retorcidos como la madera de las vides, se alargaron desmesuradamente, acabados en dedos semejantes a las patas de las arañas. El torso se quedó muy pequeño y redondo como una nuez. Dio a luz en pleno campo una mañana de primavera. Cuando las escardadoras, que acudieron en su ayuda, vieron lo que le salía del cuerpo, se escaparon gritando. Y corrió el rumor en la región de que había parido un demonio. Desde entonces la llaman "la Diabla".

La echaron del trabajo. Vivió de la caridad y quizás de amor en la sombra, ya que era buena moza, y no todos los hombres temen el infierno. Crió a su monstruo, a quien por cierto aborrecía, con un odio salvaje, y a quien quizás habría estrangulado si el cura, previendo el crimen, no la hubiera asustado con la amenaza de la justicia. Ahora bien, un día, unos exhibidores de fenómenos que estaban de paso oyeron hablar del espantoso engendro y pidieron verlo para llevárselo si les gustaba. Les gustó y pagaron a la madre quinientos francos contantes y sonantes. Ella, primero vergonzosa se negaba a dejar ver a esa especie de animal; pero cuando descubrió que valía dinero, que excitaba el deseo de esa gente, se puso a regatear, a discutir cada céntimo, azuzándoles con las deformidades de su hijo, alzando sus precios con una tenacidad de campesino.

Para que no la robaran, les hizo firmar un papel. Y se comprometieron a abonarle además cuatrocientos francos por año, como si tomaran ese bicho a su servicio. Aquella ganancia inesperada enloqueció a la madre y ya no la abandonó el deseo de dar a luz a otro fenómeno, para disfrutar de rentas como una burguesa. Como era muy fértil, consiguió lo que se proponía, y se volvió hábil, parece ser, en variar las formas de sus monstruos según las presiones que les hacía padecer durante el tiempo del embarazo. Tuvo engendros largos y cortos, algunos parecidos a cangrejos, otros semejantes a lagartos. Varios murieron, y se sintió afligida.

La justicia intentó intervenir, pero no se pudo probar nada. Se la dejó pues fabricar sus fenómenos en paz. En este momento tiene once engendros bien vivos, que le proporcionan, año tras año, de cinco a seis mil francos. Sólo uno no está colocado todavía, el que no ha querido enseñarnos. Pero no se lo quedará mucho tiempo, porque hoy en día todos los feriantes del mundo la conocen y vienen de vez en cuando a ver si tiene algo nuevo. Incluso organiza subastas entre ellos cuando el sujeto lo merece. Mi amigo calló. Una repugnancia profunda me levantaba el corazón, así como una ira tumultuosa, un arrepentimiento de no haber estrangulado a aquella bruta cuando la tenía al alcance de la mano.

— ¿Pero quién es el padre? —pregunté.
—No se sabe —contestó—. Tiene o tienen cierto pudor. Se esconde o se esconden. A lo mejor comparten los beneficios.

Ya no pensaba en esa lejana aventura hasta que vi, hace unos días, en una playa de moda, a una mujer elegante, encantadora, coqueta, amada, rodeada por hombres que la respetan. Iba por la playa arenosa con un amigo, el médico de la estación. Diez minutos más tarde, vi a una criada que cuidaba a tres niños envueltos en la arena. Unas pequeñas muletas que yacían en el suelo me conmovieron. Noté entonces que los tres pequeños seres eran deformes, jorobados y corvos, horrorosos.

—Son los productos de la encantadora mujer con la que acabamos de cruzarnos —me dijo el doctor.

Una lástima profunda por ella y por ellos se apoderó de mi alma.

— ¡Oh, pobre madre! —exclamé—. ¡Cómo puede seguir riéndose!
—No la compadezcas, querido amigo —respondió el doctor—. Son los pobres pequeños a quienes hay que compadecer. Ésos son los resultados de las cinturas que permanecieron finas hasta el último día. Estos monstruos se fabrican con el corsé. Ella sabe perfectamente que se juega la vida. ¡Qué más le da, con tal de ser bella y amada!

Y recordé a la otra, la campesina, la Diabla, que vendía sus fenómenos.

Guy de Maupassant (1850-1893)

ALEJANDRO DUMAS







Fragmento de Un Baile de Máscaras. 
Alejandro Dumas (1802-1870)


Vi, a través de su antifaz, que sus ojos se fijaban en los míos; me miró un instante con indecisión. Después, de repente, pasando su brazo alrededor del mío:
-Es necesario que me paguéis la entrada -me dijo-. ¡Por piedad, es necesario!
-Yo salía ya, señora -le dije.
-Entonces dadme seis francos por este anillo, y me habréis hecho un servicio por el que os bendeciré toda mi vida.

Volví a poner el anillo en su dedo; fui a la taquilla y tomé dos billetes. Entramos juntos. Una vez llegados al corredor, sentí que vacilaba. Formó entonces con su segundo brazo una especie de anillo alrededor del mío.

(...)
-¡Oh! Esto debe pareceros muy extravagante -me dijo-: pero no más que a mí: os lo juro. Yo no tenía idea alguna de esto -miraba al baile-, pues ni aun en sueños he podido ver tales cosas. Pero, vea usted, me han escrito que estaría aquí con una mujer. Y ¿qué mujer será esa que se atreve a venir a un sitio semejante?
Yo hice un gesto de asombro; ella lo comprendió.
-Quiere usted decir que yo también estoy aquí, ¿no es verdad? ¡Oh! pero ya es otra cosa: yo lo busco, yo soy su mujer. Estas gentes vienen aquí impulsadas por la locura y el libertinaje. ¡Oh! Pero yo vengo por celos infernales. Hubiera ido a buscarle a cualquier parte: por la noche, a un cementerio, hubiera ido a Greve el día de una ejecución, y, sin embargo, os lo juro, cuando era joven, no he salido ni una sola vez a la calle sin mi madre. Mujer ya, no he dado un paso fuera de casa sin ir seguida de un lacayo; y, sin embargo, heme aquí, como todas estas mujeres perdidas: heme aquí dando el brazo a un hombre a quien no conozco, enrojeciendo, bajo mi antifaz, de la opinión que de mí habéis podido formaros. ¡Yo comprendo todo esto!... Caballero, ¿habéis estado alguna vez celoso?

-Atrozmente -respondí.
-Entonces, seguramente que me perdonáis y que lo comprendéis todo. Conocéis aquella voz que os grita, como si lo hiciese a la oreja de un insensato: "¡Ve!". Conocéis el brazo que, como el de la fatalidad, os empuja a la vergüenza y al crimen. Sabéis ya que en tales momentos uno es capaz de todo, con tal que pueda vengarse.
Iba a responderle; pero se levantó de repente con la mirada fija en dos dominós que pasaban en aquel momento ante nosotros.
-¡Callaos! -me dijo.
Y me arrastró en su persecución.

Yo estaba metido en una intriga de la que no comprendía nada; sentía vibrar todas sus cuerdas y ninguna me la hacía comprender; pero aquella pobre mujer parecía tan agitada que estaba verdaderamente interesante. Tan imperiosa es una pasión verdadera, que obedecí como un niño, y nos pusimos en persecución de las dos máscaras, de las que la una era evidentemente un hombre y la otra una mujer. Hablaban a media voz; sus palabras apenas llegaban a nuestros oídos.

-¡Es él! -murmuraba ella-. Es su voz. Sí, sí, es su estatura...
El más alto de los dos que vestían dominó empezó a reírse.
-¡Es su risa! -dijo ella-. ¡Es él, señor, es él! La carta decía la verdad. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío!
Cuando ella vio a las dos máscaras entrar en el palco y el palco cerrarse tras ellos, permaneció un momento inmóvil y como herida de un rayo. Después se abalanzó sobre la puerta para escuchar. Colocada como estaba, el menor movimiento denunciaba su presencia y la perdía: yo la tomé violentamente por el brazo, abrí el pestillo del palco contiguo, la arrastré allí conmigo, eché la cortina y cerré la puerta.

-Si queréis escuchar -le dije-, hacedlo de aquí al menos.
Ella se dejó caer sobre una rodilla y aproximó la oreja al tabique, y yo me mantuve de pie al lado opuesto, con los brazos cruzados, cabizbajo y pensativo. Todo lo que yo había visto de aquella mujer me había hecho creer que era un verdadero tipo de belleza. La parte baja de su cara, que no ocultaba el antifaz, era fresca, aterciopelada y llena; sus labios rojos y finos; sus dientes, a los que el terciopelo que llegaba hasta ellos hacía parecer más blancos, pequeños, separados y brillantes; su mano parecía un modelo; su talle podía abrazarse con las manos; sus cabellos negros, sedosos, se escapaban con profusión de la cofia de su dominó, y su pequeño pie, que apenas se dejaba ver fuera de la bata, parecía no poder apenas sostener aquel cuerpo, ligero, gracioso y aéreo. ¡Oh! ¡Debía ser una maravillosa criatura! ¡Oh, el que la hubiese tenido en sus brazos, el que hubiese visto todas las facultades de aquella alma empleadas en amarle, el que hubiese sentido sobre su corazón aquellas palpitaciones, aquellos estremecimientos, aquellos espasmos neurálgicos, y el que hubiese podido decir: "¡Todo esto, todo esto, es producido por el amor que por mí siente; por el amor que tiene para mí solo entre todos los hombres y es el ángel para mi predestinado!" ¡Oh! ¡Este hombre... este hombre...!

Estos eran mis pensamientos, cuando de repente vi a aquella mujer levantarse, volverse hacia mí y decirme con voz entrecortada y furiosa:

-Caballero, soy hermosa: os lo juro. Soy joven, pues tengo diez y nueve años. Hasta ahora, he sido pura como el ángel de la creación. Pues bien...-echó sus brazos a mi cuello- pues, bien: soy vuestra... ¡Tomadme!...

En el mismo instante sentí sus labios pegarse a los míos, y la impresión de un mordisco, más bien que la de un beso, corrió por todo su cuerpo tembloroso y enloquecido por la pasión: una nube de fuego pasó por mis ojos. Diez minutos después, la tenía entre mis brazos, desmayada, medio muerta, sollozando.

Poco a poco volvió en si. Yo distinguía, a través de su antifaz, sus ojos extraviados; vi la parte inferior de su cara pálida, vi que sus dientes chocaban unos con otros, como si estuviese poseída de un temblor febril. Toda esta escena se presenta aún ante mi vista. Recordó lo que acababa de pasar y cayó a mis pies.

-Si os inspiro alguna compasión, me dijo sollozando, alguna piedad, no fijéis en mí vuestros ojos, no procuréis nunca reconocerme: dejadme marchar y olvidadlo todo. ¡Ya me acordaré yo de ello por los dos!
A estas palabras se levantó, rápida como el pensamiento que huye de nosotros; se abalanzó hacia la puerta, la abrió, y, volviéndose aún una vez, me dijo:
-¡Caballero, no me sigáis; en nombre del Cielo, no me sigáis!
La puerta, empujada con violencia, se cerró entre mí y ella, ocultándomela como una aparición. ¡No he vuelto a verla!

No he vuelto a verla! Y en los diez meses que han pasado desde entonces la he buscado por todas partes, en los bailes, en los espectáculos, en los paseos. Cuantas veces veía de lejos una mujer de fino talle, de pie pequeño y de cabellos negros, la seguía, me aproximaba a ella, la miraba de frente, esperando que su rubor la descubriese. ¡En ninguna parte la he vuelto a encontrar; en ninguna parte la he vuelto a ver... nada más que en mis noches de insomnio y en mis sueños! ¡Oh! Entonces ella volvía a venir allí; allí la sentía, sentía sus abrazos, sus mordiscos, sus caricias tan ardientes, que tenían algo de infernal; después, el antifaz caía, y la cara más extraña se presentaba a mis ojos, ya velada, como si estuviese cubierta por una nube; ya brillante, como rodeada de una aureola; ya pálida, con el cráneo blanco y pelado, con las órbitas de los ojos vacías, y con los dientes vacilantes y raros. En fin, que desde aquella noche no he vivido, abrasado de un amor insensato por una mujer a quien no conocía, esperando siempre y siempre engañado en mis esperanzas, celoso sin tener el derecho de serlo, sin saber de quién debía estarlo, sin atreverme a manifestar a nadie tamaña locura, y, sin embargo, perseguido , acabado, consumido y devorado por ella.

Al acabar estas palabras, sacó una carta de su pecho.
-Ahora que te lo he contado todo, toma esta carta y léela -me dijo. La tomé y leí:
Acaso hayáis olvidado a una pobre mujer que no ha olvidado nada y que muere porque no puede olvidar. Cuando recibáis esta carta ya habré dejado de existir. Entonces, id al cementerio del Pére-Lachaise, decid al conserje que os enseñe, de las últimas tumbas, una que llevará sobre su piedra funeraria el sencillo nombre de María, y cuando estéis en presencia de esta tumba arrodillaos y rezad.

-Pues bien -continuó Antony-; he recibido esta carta ayer y he estado allí esta mañana. El conserje me condujo a la tumba y he permanecido ante ella dos horas, arrodillado, rezando y llorando. ¿Comprendes? ¡Aquella mujer estaba allí!... ¡Su alma ardiente había volado; su cuerpo, consumido por ella, se había doblado hasta romperse bajo el peso de los celos y de los remordimientos! ¡Estaba allí, a mis pies, y había vivido y muerto desconocida para mí, desconocida... y ocupando un lugar en mi vida como lo ocupa en la tumba; desconocida... y encerrando en mi corazón un cadáver frío e inanimado como el que se había depositado en el sepulcro! ¡Oh! ¿Conoces cosa alguna semejante? ¿Has oído algún acontecimiento tan extraño? Así es que ahora, adiós mis esperanzas, pues jamás volveré a verla. Cavaría su fosa y no podría encontrar ya allí los restos con que poder recomponer su cara. ¡Y continúo amándola! ¿Comprendes, Alejandro? La amo como un insensato; y me mataría al momento para unirme a ella si no supiese que ha de permanecer desconocida para mí en la eternidad, como lo ha sido en este mundo.

A estas palabras, me quitó la carta de las manos, la besó varias veces y se puso a llorar como un niño.

Yo lo abracé, y, no sabiendo qué responderle, lloré con él.
Alejandro Dumas (1802-1870)

RUBÉN DARÍO - (Cuento)



Fragmento de La ninfa, un cuento parisiense.

 Rubén Darío (1867-1916)


En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos. Presidía nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar como niña golosa un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas. Era la hora del chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una disolución de piedras preciosas, y la luz de los candelabros se descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba algo de la púrpura del borgoña, del oro hirviente del champaña, de las líquidas esmeraldas de la menta.

Se hablaba con el entusiasmo de artista de buena pasta, tras una buena comida. Éramos todos artistas, quién más, quién menos, y aun había un sabio obeso que ostentaba en la albura de una pechera inmaculada el gran nudo de una corbata monstruosa.

(...)
Lesbia acabó de chupar su azúcar, y con una carcajada argentina:

-¡Bah! Para mí, los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces, y si esto fuese posible, mi amante sería uno de esos velludos semidioses. Os advierto que más que a los sátiros adoro a los centauros; y que me dejaría robar por uno de esos monstruos robustos, sólo por oír las quejas del engañado, que tocaría su flauta lleno de tristeza.

El sabio interrumpió:

-¡Bien! Los sátiros y los faunos, los hipocentauros y las sirenas han existido, como las salamandras y el ave Fénix.
(...)
Siguió el sabio:

-Afirma San Jerónimo que en tiempos de Constantino Magno se condujo a Alejandría un sátiro vivo, siendo conservado su cuerpo cuando murió.

Además, vióle el emperador de Antioquía.

Lesbia había vuelto a llenar su copa de menta, y humedecía la lengua en el licor verde como lo haría un animal felino.

(...)
-Y Filegón Traliano- concluyó el sabio elegantemente -afirma la existencia de dos clases de hipocentauros: una de ellas como elefantes. Además...
-Basta de sabiduría- dijo Lesbia. Y acabó de beber la menta.

Yo estaba feliz. No había desplegado mis labios -¡Oh!, exclamé para mi, ¡las ninfas! Yo desearía contemplar esas desnudeces de los bosques y de las fuentes, aunque, como Acteón, fuese despedazado por los perros. Pero las ninfas no existen.

Concluyó aquel concierto alegre, con una gran fuga de risas y de personas.

-¡Y qué!- me dijo Lesbia, quemándome con sus ojos de faunesa y con voz callada como para que sólo yo la oyera. -¡Las ninfas existen, tú las veras!

Eran un día primaveral. Yo vagaba por el parque del castillo, con el aire de un soñador empedernido. Los gorriones chillaban sobre las lilas nuevas y atacaban a los escarabajos que se defendían de los picotazos con sus corazas de esmeralda, con sus petos de oro y acero. En las rosas el carmín, el bermellón, la onda penetrante de perfumes dulces: más allá las violetas, en grandes grupos, con su color apacible y su olor a virgen. Después, los altos árboles, los ramajes tupidos llenos de mil abejas, las estatuas en la penumbra, los discóbolos de bronce, los gladiadores musculosos en sus soberbias posturas gímnicas, las glorietas perfumadas, cubiertas de enredaderas, los pórticos, bellas imitaciones jónicas, cariátides todas blancas y lascivas, y vigorosos telamones del orden atlántico, con anchas espaldas y muslos gigantescos. Vagaba por el laberinto de tales encantos cuando oí un ruido, allá en lo oscuro de la arboleda, en el estanque donde hay cisnes blancos como cincelados en alabastro y otros que tienen la mitad del cuello del color del ébano, como una pierna alba con media negra.

Llegué más cerca. ¿Soñaba? ¡Oh, Numa! Yo sentí lo que tú, cuando viste en su gruta por primera vez a Egeria.

Estaba en el centro del estanque, entre la inquietud de los cisnes espantados, una ninfa, una verdadera ninfa, que hundía su carne de rosa en el agua cristalina. La cadera a flor de espuma parecía a veces como dorada por la luz opaca que alcanzaba a llegar por las brechas de las hojas. ¡Ah!, yo vi lirios, rosas, nieve, oro; vi un ideal con vida y forma y oí entre el burbujeo sonoro de la linfa herida, como una risa burlesca y armoniosa, que me encendía la sangre.

De pronto huyó la visión, surgió la ninfa del estanque, semejante a Citerea en su onda, y recogiendo sus cabellos que goteaban brillantes, corrió por los rosales tras las lilas y violetas, más allá de los tupidos arbolares, hasta ocultarse a mi vista, hasta perderse, ¡ay!, por un recodo; y quedé yo, poeta lírico, fauno burlado, viendo a las grandes aves alabastrinas como mofándose de mí, tendiéndome sus largos cuellos en cuyo extremo brillaba bruñida el ágata de sus picos.

Después, almorzábamos juntos aquellos amigos de la noche pasada, entre todos, triunfante, con su pechera y su gran corbata oscura, el sabio obeso, futuro miembro del Instituto.

Y de repente, mientras todos charlaban de la última obra de Fremiet, en el salón, exclamó Lesbia con su alegre voz parisiense:

-¡Te!, como dice Tartarín: ¡el poeta ha visto ninfas!...

La contemplaron todos asombrados, y ella me miraba, me miraba como una gata, y se reía, se reía como una chicuela a quien se le hiciesen cosquillas.

Rubén Darío (1867-1916)

viernes, 18 de marzo de 2011

ALPHONSE DE LAMARTINE

Vieja canción inglesa

I dare not ask a kiss
Ni un beso... ni siquiera una sonrisa
he de pedirte yo.
Con la dicha de un beso de tus labios
no ha soñado jamás mi corazón.
¿Sabes tú lo que quiero, lo que ansío
en mi amoroso afán?
Sólo besar el aire embalsamado
que con sus alas te besó al pasar

Versión de Ismael Enrique Arciniegas

WILLIAM SHAKESPEARE


FRAGMENTO DE LA ESCENA XI DEL ACTO III

Ofelia. Se conoce que estáis alegre.
Hamlet. ¿Quién, yo?
Ofelia. Sí, señor.
Hamlet. Lo hago sólo por divertiros. Y bien mirado, ¿qué debe hacer un hombre, sino vivir alegre? Ved mi madre qué contenta está, y mi padre murió ayer.
Ofelia. No, señor, que ya hace dos meses.
Hamlet. ¿Tanto hace? Pues entonces quiero vestirme de armiño y llévese el diablo el luto. ¡Dios mío! ¿Dos meses ha que murió y todavía se acuerdan de él? De esa manera puede esperarse que la memoria de un gran hombre le sobreviva quizá medio año. Y aún es menester que haya sido fundador de iglesias, pues sino, ¡por la Virgen!, no habrá nadie que de él se acuerde, como del caballo de palo, de quien dice aquel epitafio:

Ya murió el caballito de palo,
Y ya le olvidaron así que murió.

 FRAGMENTO DE LA ESCENA XVIII DEL ACTO III

Hamlet. ¡Oh!, Dios te bendiga.
Polonio. Señor, la reina quisiera hablaros al instante.
Hamlet. ¿No ves allí aquella nube que parece un camello?
Polonio. ¡Por la Virgen! Efectivamente, por el tamaño parece un camello.
Hamlet. Pues ahora me parece una comadreja.
Polonio. No hay duda, tiene figura de comadreja.
Hamlet. O como una ballena.
Polonio. Es verdad, sí, como una ballena.
Hamlet. Pues al instante iré a ver a mi madre. Tanto harán éstos  que me volverán loco de veras. Iré, iré al instante.
Polonio. Así se lo diré
Hamlet. Fácilmente se dice al instante viene... Dejadme solo, amigos.