sábado, 12 de marzo de 2011

VÍCTOR HUGO


El mendigo



Era un pobre que andaba en la escarcha y el viento.
Golpeé mi cristal; se detuvo delante
de mi puerta, que abrí con un gesto cortés.
Regresaban los asnos del mercado del pueblo,
con labriegos sentados en las toscas albardas.
Era el viejo que vive en aquella casucha
que está al pie de la cuesta, y que sueña esperando,
solitario, una luz de ese cielo tan triste,
de la tierra unos céntimos, el que tiende sus manos
hacia el hombre y las junta conversando con Dios.
Le grité: Puede entrar y caliéntese un poco.
Quise saber su nombre. Él tan sólo me dijo:
Yo me llamo el mendigo. Le cogí de la mano:
Adelante, buen hombre. Y ordené que trajeran
una jarra de leche. El anciano temblaba
por el frío; me hablaba, mientras yo, pensativo,
aunque hablándole, no conseguía escucharle.
Viene todo empapado, dije, tienda su ropa
aquí junto al hogar. Se arrimó más al fuego.
Vi su abrigo comido por polillas, que antaño
fuera azul, desplegado al calor de las llamas,
con mil puntos brillantes agujeros de luz
que mostraba el fulgor, ante la chimenea
como un cielo nocturno salpicado de estrellas.
Y entretanto secaba sus andrajos, chorreantes
de la lluvia y del agua de las hondas barrancas,
le veía como alguien que rebosa oraciones
y miraba, insensible a lo que ambos decíamos,
su sayal, refulgente de mil constelaciones.

De «Las contemplaciones»



Adquirió la costumbre cuando aún era muy niña
de entrar cada mañana un ratito en mi cuarto;
la esperaba lo mismo que a la luz de la aurora;
ella entraba y decía: Buenos días, papá;
y cogía mi pluma y hojeaba mis libros,
se sentaba en mi cama, revolvía papeles,
se reía; de pronto decidía marcharse
como haciéndome ver que era un ave de paso.
Reanudaba yo entonces, algo menos cansado,
mi tarea, y a veces, cuando estaba escribiendo,
entre mis manuscritos encontraba algún raro
arabesco bien suyo, y a menudo arrugadas
muchas páginas blancas donde, no sé por qué,
versos míos nacían de una música dulce.
Dios, las flores, los astros y los prados amaba,
era más un espíritu que una simple mujer.
En sus ojos había claridades de su alma,
me pedía consejo sobre todas las cosas.
¡Cuántas noches de invierno deliciosas, radiantes
conversando de historia, de gramática y lengua,
apiñados los cuatro junto a mí, muy cercana
de mis hijos su madre, y a la vera del fuego
un corrillo de amigos! ¡Yo llamaba a esta vida
contentarse con poco! ¡Y pensar que ella ha muerto!
¡Ay de mí, Dios me asista! Yo no pude tener
alegría jamás viendo en ella tristeza;
taciturno quedaba en mitad de los bailes
de haber visto al salir una sombra en sus ojos.
Noviembre de 1846, día de difuntos.

Ave, dea, moriturus te salutat



A Judith Gautier
La belleza y la muerte son dos cosas profundas,
con tal parte de sombra y de azul que diríanse
dos hermanas terribles a la par que fecundas,
con el mismo secreto, con idéntico enigma.
Oh, mujeres, oh voces, oh miradas, cabellos,
trenzas rubias, brillad, yo me muero, tened
luz, amor, sed las perlas que el mar mezcla a sus aguas,
aves hechas de luz en los bosques sombríos.
Más cercanos, Judith, están nuestros destinos
de lo que se supone al ver nuestros dos rostros;
el abismo divino aparece en tus ojos,
y yo siento la sima estrellada en el alma;
mas del cielo los dos sé que estamos muy cerca,
tú porque eres hermosa, yo porque soy muy viejo
.



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